Al nacer, comenzamos un viaje sin siquiera darnos cuenta y quizás, sin querer.
Lo empezamos justo sin tener conciencia de nuestra existencia; así iniciamos el trayecto. Algunos nunca caen en la cuenta de ese viaje, ni reparan en él, o lo hacen demasiado tarde, poco antes de morir.
Todos al vivir, hacemos ese viaje; cada uno su travesía propia, diferente a la de los demás, por más que en algunos trayectos largos o cortos coincidamos por momentos o instantes con alguien o muchos más; pero cada uno camina con su propio andar, a su paso y acompañado o no, tiene su propio y único camino que va haciendo conforme va creciendo y tomando decisiones, incluso cuando cambia el rumbo que parecía seguiría, porque nada hay trazado o escrito en forma inmutable desde un comienzo, aunque el imaginario pueda pensar, como en la antigüedad, en un sino sin cambio, pues si bien pueden andarse caminos ya previamente hechos aún así, la senda la va elaborando cada quien a cada día.
Al distraernos con tantas cosas al exterior, durante la jornada que dura ese viaje, perdemos de vista que no es la trayectoria de los demás sino la nuestra, la que importa, porque a fin de cuentas, quienes llegaremos a eso llamado destino que nos aguarda cuando sea el final, seremos cada uno de nosotros, no los demás.
Hay quien nunca se percata de ello y quien lo hace ya casi al final; hay quien se extravía y se pierde y quien se logra reencontrar, a veces después de largos y complicados periplos.
Como sea, cada uno tiene su propia trayectoria y es responsable de la misma y de ese su caminar.
En fin.