Cuando no hay nada que decir, es mejor callar.
Me impuse 48 horas de ayuno de escritura para dedicarme a absorber de mi entorno, de la realidad, diversas vivencias que al asimilarlas me dieran contenidos diversos que plasmar.
Fue una «desintoxicación» para refrescar el espíritu y continuar este sendero para mí, tan especial.
Y me surgían ideas, sentimientos que al traducirlos en pensamientos se me arremolinaron casi hasta explotarme por querer salir, pero no se los permití, para cumplir mi auto imposición, no a manera de censura, ni de masoquismo, sino para silenciarme y acomodar el desorden que de repente traigo dentro de mí.
Me brotaban, sin ton ni son, cosas como:
En una tarde cualquiera de abril -siendo mayo- de esas que transcurre en calma, sin avisar, de pronto llueve de la nada y termina por caerse el cielo y hace oscuro el derredor, al igual que apachurra el alma…
O bien: …es simple, no estás y tu ausencia me entristece, tu vacío me mata. Es tarde ya, mi entorno yace yermo…
Y también: Rompo papeles, continuó con vidrios, quiebro ramas, brinco en madera, pego con fierro donde hay metal. Todo eso hago para no llorar, que me escuches, soy naufrago sin ti en este gran mar de mi pesar…
Por ejemplos como los anteriores, es que al igual que las películas (que se realizaron desde finales del siglo XIX y hasta 1927) sin sonido, actué en mi cotidianidad, pero a diferencia de las mismas, en que la expresión -y la mímica- lo dice casi todo, en la escritura, si no se escribe no hay nada expresado, solo una página en blanco.
Retorno del ayuno; escribo para aquietar mis ímpetus, los que canalizo por este medio y de menos los sedo, en lo que encuentro la forma de vivirlos para sentirlos y no destrozarme en meros intentos.
Retorno continuo al mismo juego.
En fin.