Hoy 21 de diciembre de 2020 es la conjunción de Júpiter y Saturno, la llaman “la estrella de Belem”.

Salgo al jardín.

La noche está nublada, recién dejó de llover, se nota en el pasto mojado. Miro al cielo oscuro y encapotado, pero eso no importa porque he localizado exactamente el suroeste que es hacia dónde está posicionada y se puede ver (utilicé una aplicación para ello), y a partir de ahí puedo saber exactamente donde está esa estrella mítica.

Me emociona saber dónde localizarla, algo maravilloso.

La busco y aunque aparece su ubicación no la miro, ni un destello.

Cual chamaco que espera algo increíble, me desilusiono de entrada.

¿Importa? Me doy cuenta que ha sucedido tanto en este año, que incluso aunque no la puedo ver, saber que está ahí, escondida, me da alegría y paz.

No la puedo ver, inmersa atrás de todo eso que lo impide; no importa, sé que está ahí y que otros, si pueden disfrutar su vista.

Me quedo largo rato mirando, casi completamente ido, al firmamento negro, no esperando que aparezca sino introspectivo adentrado totalmente en mí, hasta que regreso de mis cavilaciones en las que me fui hasta darme cuenta que debía volver.

Me meto a la casa, me doy cuenta que tengo una sonrisa dibujada después de haberme ensimismado en mis pensamientos, que por cierto no recuerdo cuales fueron; pero sé, por mi sonrisa que me dejaron sentimientos agradables.

A partir de este momento, más que el recuerdo de una luz, que no vi, tengo una gran emoción mejor de lo que pensé, al saber que esa la estrella de Belem, me (nos) acompaña, como sea, aún sin mirarla o percatarnos de su presencia.

Ella nos ve, aunque escondida su iridiscencia.

En fin