#UnDiaSinMujeres

Ayer domingo en el cambio de uso horario, se adelantó una hora el reloj en los Estados Unidos de América; mientras que, en nuestro querido país, México, a pesar que el cambio se hará hasta el domingo 5 de abril, resulta que otro reloj se adelantó más de los 60 minutos precisados: el reloj femenino que carga un hartazgo inveterado y se manifestó pleno, en tristeza y algarabía, reclamos y objeciones, cánticos y certezas de estar seguras las unas con las otras, con independencia de creencias, el 8 de marzo.

Antes del amanecer de este lunes 9 de marzo de 2020, ya sabíamos que sería un #UnDiaSinMujeres, #UnDiaSinNosotras, pero una cosa es saberlo de antemano y otra muy diferente vivirlo en la cotidiana realidad desde que amanece y durante el transcurrir de la jornada laboral.

La mañana, antes de salir de casa, como siempre ganándole la partida al sol, para llegar a las labores cotidianas, era notorio que el tráfico era fluido, demasiado para esa misma hora de un lunes cualquiera, y ello permitió un transcurrir más rápido que dio paso a la reflexión que a continuación plasmo (se me antoja curiosamente inverosímil que, a una velocidad mayor y sin prácticamente ningún espacio estático, se me viniera el pensamiento que voy a manifestar; esa misma que se me niega en el fragor de la quietud de un día cotidiano en que el tráfico, invariable y repetidamente frena el andar que se hace cansino, monótono, casi átono, y no deriva en pensamiento alguno sino solo cansancio).

Pero retomo a mi sentir. 

Transcurrió mi llegada hasta la universidad, casi me atrevería a exagerar, flotando en una alfombra mágica. 

Llegué al estacionamiento, donde a la misma hora en cualquier otro lunes habría un movimiento que hoy, sencillamente no existió y donde los cajones ahora sobraban en una demasía que presagiaba que algo era absolutamente inusual: faltaban presencias no consideradas y que en ocasiones fastidian no en función a factores propios, sino sencillamente porque hacen que la demografía sea evidente en cuanto al exceso de gente, ya que no permiten lograr estacionarse a las primeras de cambio. 

Este gustoso momento junto con el fluir casi mágico del tráfico, se tornó en un real mal presagio que ya indiqué: faltaban presencias no consideradas.

Era lo más cercano a un cementerio.

Caminé sin prisa hasta el salón que se antoja lejos, casi en las Antípodas. El túnel del estacionamiento hacia el campus, los pasillos y la calle misma que generalmente pulula de gente, parecía un lugar muy poco habitado, apenas unos cuantos individuos y nada de tráfico ni claxonazos.

Llegué al salón donde prácticamente fui el primero; ahí me di cuenta que había olvidado mi celular y decidí ir por él a mi carro, al fin faltaban más de 15 minutos para que iniciara la clase. Todas las zonas estaban casi sin personas. Encontré a un alumno al que como justificación no pedida, le indiqué como solicitándole un permiso no necesario, que iba de regreso por mi celular

Después de desandar el camino, recoger el móvil y regresar al salón me encontré con un par de alumnos y comentamos el lugar común del poco tráfico, los muchos cajones de estacionamiento y lo vacío que lucía el campus.

Llegué al salón, esperé a que llegaran casi todos e iniciamos con un ejercicio analítico que confluyera en un cómo lograr erradicar la violencia contra la mujer. 

La idea, confieso no fue mía, sino de una alumna que comentó en una sesión anterior en que comentamos la idea acerca de que podían faltar este lunes, quien me indicó que hiciera algo más que dar clase, para no pasar esa fecha como un día más.

Le tomé la palabra.

No soy psicólogo, ni coach de vida, ni estoy entrenado para algo así, pero sentí la necesidad de expresar algo para que este lunes 9 de marzo no pasara desapercibido, e intentar crear conciencia para mí (así en primera persona) y para los otros varones del salón.

Acudí a ayuda profesional que vino de mi esposa quien es psicóloga y terapeuta familiar.

No sé si el ejercicio funcionó, no sé qué pensaron los alumnos o si algo se llevaron de positivo. Yo sí, fue una tal vez torpe catarsis. Lo que quise no es cambiar el mundo, sino solo cambiar en algo a alguno de ellos para ir sembrando esa semilla de integración, de comprensión, de empatía que tanta falta nos hace.

Después de todo, la universidad es un centro de formación humana, no solo de preparación para la vida profesional.

Pero aún después, para mí, de la casi jaculatoria que llevé a cabo con la ayuda de todos, me sentí un tanto cuanto vacío y esa sensación se me hizo más real cuando volví andar escaleras y jardines casi sin gente.

Llegué hasta el campus principal de la universidad y algo me empujó a salirme del mismo para ir hacia la calle la cual caminé por varias cuadras hasta llegar a insurgentes y de ahí al parque hundido donde estuve por un rato viendo el transitar de vehículos, el ir y venir del metrobús y deambular de peatones. 

Aunque esa pequeña parte de la ciudad también lucía vacía en forma evidente, no era el cuenco yermo de mi Alma mater que se me tornó insoportable y me arrojó a esa pequeña andanza matutina.

Después de no sé cuánto tiempo –fue casi hora y media- de estar sin estar, logré algo de cordura y regresé rumbo a mi centro de trabajo.

De pronto, al llegar e introducirme de nuevo al campus, como balde de agua helada que quema al contacto, me envolvió el pensamiento, el corazón la palabra: ¡D-E-S-O-L-A-D-O!

EL día azul, el clima agradable, el verde del pasto, el gris de la piedra, el blanco de los edificios, el terracota del muro que se entremezclaban coloridos, aparecían fríos, distantes y no combinaban como siempre; no emanaban la alegría cotidiana del estudiantado en pleno. 

Todo estaba ¡D-E-S-O-L-A-D-O!

Cuando llegó uno de mis compañeros, me hizo un comentario similar: todo está como siempre pero “se siente gris”, para luego continuar: “nos hacen falta”. No hubo necesidad de referirse al sustantivo preciso, indicativo de la ausencia evidente. Sobraba lo obvio, faltaba lo necesario: las benditas mujeres.

Ayer leí algo que me dio un mazaso en la cabeza y en el sentimiento: “las mujeres no provienen de la costilla del hombre; todos los hombres y mujeres, provienen de la vagina de la mujer.”

Podemos estar de acuerdo o no y discurrir además de discutir neciamente en la veracidad, certeza y objetividad de tal afirmación; nos perderemos en el bosque por buscar asirnos a obcecaciones sin sentido. 

Lo esencial está en comprender lo importante: nos faltan las mujeres, complemento y significado de nuestras vidas, al igual como nosotros (al menos lo esperamos) lo somos de ellas.

No hay mejores, ni superiores; no es competencia de superlativos y de búsqueda de ganadores; de ser así, todos salimos perdiendo.

Si no somos capaces de darnos cuenta del significado sublime de la fortaleza que deviene de las mujeres, no entendemos nada, no somos dignos de decirnos pares, de convivir en santa paz y armonía, de ser pareja no solo en lo sentimental, sino en otras tantas actividades que, sin ser sentimiento, son cuestiones esenciales de supervivencia gregaria para la humanidad.

En nuestra bendita diferencia natural, con independencia de preferencias sexuales, sea bienvenida la igualdad como personas, como individuos, como seres humanos que vamos a la par el uno de la otra, la una del otro en pos de un desarrollo benéfico para la humanidad.

Un día sin las mujeres es una lección que nos debe quedar clara o perderemos la oportunidad de un buen futuro para el común de las personas.

Las extraño, a cada una.

Gracias por el enorme aprendizaje.

En fin.

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