Recuerdo de algunos ayeres en el mar

Lo afable que es el mar cuando está calmo.

Ola tras ola llega incansable el mar, sin cesar, pero sin prisa, a acariciar la quieta y, por él mojada, playa.

El macizo continental, que se llama tierra firme, junto al mar es arena (y según nos explican quienes saben de esto, por efecto del continuo golpeteo del oleaje durante siglos, se ha transformado en arena, que a ojos vistas, muestra que el todo se compone de diminutas partes que se integran o disgregan, según el caso).

Esa arena es consecuencia de las caricias eternas de las olas que vienen a decir: “aquí estoy, no me voy del todo” y se van para emprender largo camino… Pero, una y otra vez regresan a tranquilizar a su amada.

Hay un ritmo que, si se pone atención, es melodioso, como si en cada llegada a la playa el mar acariciara suavemente la arena preparándola para hacerle el amor.

Nada transcurre con urgencia y todo tiene su propio significado que con la cadencia del tiempo se desliza con tal parsimonia que parece que no pasa, sino fuera porque el sol, en su trayecto, ubica el instante exacto en que se está, a cada momento.

Al rato será hora de irse de esta tranquilidad; habrá que continuar, sin más, en la perenne y cotidiana realidad.

En fin.

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