Escribo sobre la nada, flotando, mientras transcurre el devenir de la jornada que fue desde el punto de partida, un continuo y dialógico amanecer entre la disyuntiva de estar, sin ser, preparando la narrativa de la eventual conversación del día a día, como en cada despertar, para continuar con el inicio de la actividad de hoy: impartir clase en un lugar que no es el cotidiano.
Así fueron pasando las horas hasta el fin de la sesión: despedidas y luego, cada quien tomó su rumbo.
Ahora, en este momento, en pleno vuelo, es un esperar el atardecer que transcurre de a pocos para cerrar el día que ya casi termina, mirando a través de la pequeña ventanilla de un avión que me regresará a casa.
El vuelo va calmo como si estuviera estático, a no se cuantos miles de pies de tierra firme.
Veo las nubes, tan palpables desde arriba que sorprende que no sean materia sólida sino meras acumulaciones de vapor de agua; me doy cuenta que vuelvo a dialogar callado, discurriendo acerca de lo efímero y etéreo que, aunque no entiendo, al menos me conforta pensar que la ilusión, la que anida esperanzas y sonrisas como amaneceres que vendrán, los vea o no, es definitivamente algo bueno, por solo estar ahí.
Mis cavilaciones se ven interrumpidas por al anuncio que vamos a aterrizar y me hacen regresar a mi cotidianidad.
En fin.