Ambos partiremos algún día; hoy, quizás no, ni mañana, quién sabe cuándo, pero acabará sucediendo.
¿Entonces, para que ser y estar en esta absurda aventura que es amar si ha de terminar?
¿Para que respirar si de todas formas se ha de morir?
Ni el recuerdo permanecerá cuando ya ninguno estemos, y nos iremos disolviendo en la noche del olvido donde tantos, antes y después que nosotros, nos diluiremos igual que nunca hubiéramos existido.
¿Vale la pena tanto tesón, que al final es la nada?
Pues bien, confrontando mi sino y el tuyo, la respuesta, simple, es si.
Al menos para mí.
Lo que dure, mientras sea, que esté en plenitud; un par de horas, días o años, mientras no se extinga debe continuar.
Aún pálido susurro o flama tenue, porque si a alguien hay que amar vale la pena hacerlo como clara manifestación de vida, como terca contracorriente a lo que necesariamente sucederá, no como oposición, si como manifestación.
Porque mientras haya vida, hay que gozarla, para cuando se extinga y cada uno desaparezca, irse con una sonrisa gozosa y no una perturbadora mueca de inexistencia, previa a la desaparición.
Haber disfrutado en plenitud la vida, como a cada uno toca vivirla y sabiendo que cada uno forja su destino, responsable de sus actos, buenos y malos -al fin humano- es suficiente para alineado a los poetas poder decir, poder decirme: “confieso que he vivido”, “vida nada me debes, vida estamos en paz.”
¡Amén!
En fin.