Recién a penas hace unos días, a mis 55 años, he leído esta obra de Hermann Hesse.
En la preparatoria para la materia de Psicología nos dejaron leer Narciso y Goldmundo y luego, en la universidad leí, por recomendación de compañeros de la clase de teatro, El Juego de Abalorios.
Sabía de esta obra que acabo de concluir, por Valerio, mi amigo desde la infancia, que leyó durante la adolescencia, pero fui reacio durante años a su lectura, por no se que sentido de boba oposición a mi gran amigo ahora muerto (desde hace ya casi 15 años).
Pero de repente, recién, de la nada se me presentó la idea de leer este libro como un imperativo categórico y me di a la tarea primero de localizarlo y luego de leerlo.
Curioso, porque parecía, después de buscar al menos en cuatro librerías, que ahora era el libro quien me reuía a mí, no sé si como venganza o al menos como castigo por años de tonto desprecio de parte mía.
Hasta que en afanoso empeño logré obtenerlo e iniciarlo.
La lectura al principio me pareció un desencanto; conforme superé ese primer tramo, continué a base de voluntad y me adentré más. Fue entonces que me apareció lo que al parecer y sin querer ni saber, buscaba.
Me remontó como si nada a una cierta etapa: me hizo sentir como el adolescente que fui cuando leí Narciso y Goldmundo, a los 17 años, y ello me trajo gratos recuerdos (de esos que se guardan en un cajón cualquiera de la memoria y ahí permanecen sin más hasta que una extraña circunstancia los saca a relucir para tomar vida en forma un tanto cuanto rara y tal vez ajena a la circunstancia).
Yo también, a lo largo de varias ocasiones y no solo en la adolescencia, me he sentido ¿o he sido? un lobo estepario.
El tiempo se encarga de los cambios superlativos que transforman lo vivido en remembranzas que, a fuerza de volver al presente, se modifican y tornan en odiseas qué tal vez no reflejan lo que exactamente sucedió, sino lo que idealiza uno de lo que en verdad pasó pero que acaban haciendo más felices los momentos idos y ahora idealizados para sacar sonrisas o hasta hondos suspiros, no de melancolía sino de satisfacción por haber vivido situaciones que al paso del tiempo se observan de lo más ridículas o necesarias para ser y estar donde ahora me encuentro, tal cual en la forma en la que lo es, sin más.
No es llana satisfacción, menos auto complacencia, dista de eso; falta aún camino por andar. Pero, en un breve receso que me permito en el continuo bregar, miro que lo transcurrido hace fe de lo vivido y basta para saber qué hay que continuar.
Así nomás.
En fin.