Dentro del cierre de ciclos que se van haciendo en la vida, a efecto de continuar el avance en el constante, imparable a la par que indeclinable devenir (que, por cierto -guste o no- dicho sea de paso, llega con todo y que se cierren o no ciclos), está la transición del año viejo y al Año Nuevo -medidas ambas para marcar un orden y hacer balances contables y de otro tipo también-
Pues resulta que en el imaginario colectivo e individual -que no escapa a la circunstancia- se siente que al acabar (por así decirlo) el año e iniciar (también un decir) uno nuevo, es un terminar y recomenzar en ese orden, aunque queden pendientes (siempre quedan) y atemperando, minimizando o de plano olvidando (intentándolo, aunque ello no elimina la situación) lo sucedido y se vuelca uno en lo que viene, pero ahí está el lastre del pasado que no se borra, precisamente porque no se ha concluido con el o los pendientes.
Y con todo, se aglutinan las esperanzas, los anhelos y nos llenamos de propósitos, varios de ellos inalcanzables por no decir absurdos y que llevan a la frustración por no poder cumplirse lo que eran expectativas en que estamos inmersos, arrastrados por la vorágine de la temporada en que uno se contagia de la bonhomía del ambiente hasta embriagarse (aunque ni siquiera se consuman bebidas de bajo contenido etílico) que pasados los efectos se aparece la terca realidad.
Tal vez, y solo tal vez, es que uno se enfoca en lo que no es aún -y quien sabe si llegará, aunque se desea- y se hunde uno en las arenas movedizas de la quimera o bien, por el contrario, un sumergirse en la nostalgia y melancolía del pasado; en ambos casos, como sea, perdiendo de vista el valioso y no recuperable día a día, que nos transcurre sin más -sí, en el topoi común, por no decir trillado: hora tras hora, minuto a minuto- y por no concentrarse en ese presente continuo se extravía en el devenir, que de una u otra forma llegará…quizás o en lo que ya fue y no es recuperable más que en el recuerdo -que sano, es remanso y refugio confortable pero obsesivo es dolor insalubre que enferma-
Así que, lo más sensato es ubicarme en lo que para mí es el ahora constante -no hedonista, ni existencialista o bajo un materialismo pesimista y rampante- y tan solo vivir ese presente continuo, como venga: transcurrirlo, fluyendo, que a fin de cuentas es lo único real que en verdad es.
Navegar la vida: en mares calmos, enfrentar tormentas y en ocasiones encallar, pero de una u otra forma seguir.
En fin.