Plácido yacía en la sala de la casa. 
La vida me transcurría todo calmo, como caudal de río tranquilo, sin aconteceres inquietantes.

En el devenir de ese agradable momento de ocio me encontraba, flotando entre mis pensamientos, un tanto inerte, pero cavilando a una velocidad, creo que insuperable, que en nada se reflejaba en la externa quietud del cuerpo (aunque parezca contradictorio). En ese instante no caí en la cuenta de ello.

Con esa velocidad aletargada, me sumergí en mis pensamientos en forma pausada, no con la intención de meditar y conectar con el universo; fue algo más simple, tal como soy, solo fui a pescar momentos ya idos en las profundidades de mis recuerdos; igual que los pescadores que desde su canoa se sumergen con tan solo una bocanada de aire en el mar con un arpón, igual así me fui metiendo en lo más recóndito de viejas historias ya empolvadas y amarillentas escondidas en lo recóndito de lugares en mi cerebro, corazón o tripas, que sé yo (da igual el lugar), a fin de traerme al presente, algo del pasado para platicármelo de nuevo, por el placer de imaginar que lo vuelvo a vivir.

Pasaba el tiempo, como de continuo, sin avisar ni pedir permiso; los segundos, raudos, configuraban minutos, que a su vez, pudieron conformar horas. De pronto, llegó sin avisar, gritando, un pequeñín a pedirme que jugáramos e hizo que mis ideas se desvanecieran o más bien cayeran al igual que castillo de arena difuminando lo que había, que al fin y al cabo nada era.

La realidad de mi circunstancia me retornó a este presente maravilloso que puedo sentir y quizás si la memoria desgastada lo permite, guardarlo para recordarlo.

Quizás…
En fin