Festividades decembrinas que han iniciado, donde la gente organizamos reuniones en el año por terminar y sea el momento específico para manifestar buenos deseos con motivo de la celebración de la esperanza concretada en el nacimiento de Jesús (Emmanuel, según la profecía), se sea creyente (aunque se señala que en realidad el evento aconteció en marzo), o Hanukkah para otra de las religiones.
En eso estoy (estuve hace dos días), a punto de festejar con buenos amigos y heme ahí anciosamente (es un decir) esperando a que llegaran.
Se entiende, o así debiera ser, en esta nuestra amada ciudad (a pesar de los pesares) congestionada al exceso, que las tardanzas cotidianas se transforman en algo exponencial por el ajetreo de la temporada.
Pero llega a ser la espera larga, y a veces un fastidio que se busca palear jugando con el celular o algún otro sucedáneo, con el que se pierda pacientemente el tiempo.
En eso estuve, hoy (antier, para cuando publique la reflexión) que me ha tocado tener dos eventos y ha resultado que en ambos esperé.
En el primero, por más de una hora; en el segundo, entre 20 minutos y dos horas contando conforme fueron arribando al convite.
No es queja. Es comentar lo acontecido mientras esperaba y me entretenía escribiendo mi devenir paciente.
¿Y qué tiene que ver o cuál es la relación con Esperando a Godot?
Realmente ninguna.
Es ocurrencia que en la propia espera me vino, concretada en la idea de la obra de Beckett, donde el diálogo se da precisamente esperando a quien nunca aparece, pero es la razón idónea para desarrollar esa pieza de teatro; en mi caso, matar el tiempo sin agobio.
Ocio, que me provoca escribir.
En fin.