Hay días, como en el devenir de casi cualquier vida, en que se juntan nostalgias con recuerdos y se termina por derramar silentes lágrimas, sentimiento líquido que no se puede contener por más que pretenda acallarse y, entonces, se vierte a cuenta gotas para, en ocasiones, llegar a ser torrente que parece ser autónomo a quien lo emana.
Comienzan las remembranzas, arribando de la nada, sin que se les espere a ser recibidas y se hacen presentes provocando una casi imperceptible sonrisa a penas percibida, seguida por un suspiro muy quedo para luego dar paso a ojos acuosos, diques que no alcanzan a contener esa primera gota salada que discurre emociones de a poco, detonando sollozos, empieza así el descontrol del raciocinio que desfigura el ser.
Cuando ya se cae en la cuenta, aconteció que se apodera de la conciencia y de la existencia misma, hasta que el fluir del recuerdo concluye y se retorna a la quietud perdida.
Llega la calma de nuevo, aquella en donde se estaba de inicio y de donde ni se sabía que acontecería.
Así, en ocasiones, el rememorar es un inquietante e involuntario viaje introspectivo que embelesa, a la vez que hiere.
En fin.