Me doy a la tarea profusa, casi obsesiva, de escribir para ahuyentar mis miedos, esos que me corroen en insomnios y desvelos que me hacen retornar a la oscuridad de mi infancia en que rogaba en silencio no quedarme en la cama a solas, sin luz, por temor a que se hicieran realidad los fantasmas del pensamiento.
Así escribo y escribo, burilando palabras, trazando conceptos, dibujo en cada letra un conjunto de imbricados textos que mezclando ideas y fantasías, tristezas y anhelos, conjuren mis angustias y me limpien el sentimiento.
Por ello, la de por si necia y testaruda terquedad de rayar y rayar las hojas buscando encontrar la clave que libere del desconsuelo, descifre mi locura y me abra el espacio libre para sentirme cierto y alejarme de desasosiegos.
Nada hay de ingenio o deseo creativo que busque ser descubierto, solo pido quitarme vanos remordimientos de sucesos que se me agolpan y amalgaman con desconcierto.
Mi esforzado denuedo al escribir, aunque sean boberías sin sentido, es para hallar esa paz que se me escurre de entre los dedos, y a golpe de plasmar mis exiguos aunque dolorosos pensamientos, es para aquietar lo que traigo dentro.
Escribir me calma, me hace tener una catarsis aunque nadie entienda del porqué o para qué.
¿Qué más da?
Ni yo mismo lo comprendo.
En fin.