No se vive de recuerdos, pero en ocasiones se vive en ellos.
Cuando por circunstancias extrañas de la vida -aquellas que no se explica porqué suceden- se tiene una experiencia, de esas que por fugaces se hacen perennes, resulta que cada vez que recurrimos a rememorarlas, la consecuencia es la sonrisa que evidencia lo que fue y permanece.
Efectivamente, todos tenemos secretos y silencios que no se comparten, ya sea por increíbles o por evidentes.
Nada hay más hermoso que saber que sucedió, al igual que nada más triste que ya pasó y no es más allá de la memoria donde permanece y ningún viento la desaparece y si la edad logra borrarla, se va al «éter» del que hablaban los ancestros, donde transitará libre vagando para cuando se le pueda volver a asir o bien acrecentando todas aquellas experiencias que se quedan escondidas y son o fueron la felicidad de los que las vivieron.
La magia de los momentos vividos, es que con solo invocarlos se vuelven a disfrutar una y otra vez; lo bueno de ello, además de lo implícito de los mismos, su existencia, es que aparecen en aquellos instantes oscuros, de pesadumbre dónde pareciera no haber ya otro quizás.
La vida es aventura, no una serie de obstáculos a salvar, ni acertijos a resolver; esos se presentan sin más, pero no son la generalidad, ni a eso se reduce en forma exclusiva; verla así, simplista, es no disfrutar lo que conlleva, lo que trae, lo que genera.
En fin.