Estoy lleno de ideas que se me quedan atoradas en el cerebro y no quieren fluir.

Estoy saturado de sentimientos que no salen del corazón.

Quedo atónito por ese no poder expresar mis ideas y sentimientos, los que he dicho que me dan vueltas, me causan vértigo, mientras que, para parecer normal, tengo que permanecer ecuánime hacia los demás, en estas terribles circunstancias.

Estoy disperso; en sumo extraviado en esta inmensidad que es la vida; entonces, me siento a escribir para tranquilizarme un poco.

En esta mi fechoría -que no autoría- de escribir para intentar sacar lo que de suyo no sale por sí solo, y con ello vaciarme de todo lo que traigo dentro, me hace apaciguarme por un momento para recobrar el sentido.

Confieso que no soy en absoluto longánimo, y con vergüenza me asumo más bien mezquino con este mi tiempo.

En esa mi pequeña mezquindad, es donde me hallo a mí mismo, carente de necesidades apremiantes, para explayarme sin soslayo, regodeándome en mi expresión a través de plasmarla en esos dibujos que son las letras que forman imagenes por medio de las palabras que, aunque no digan nada en firme, son etéreas figuras que por el solo hecho de ser formadas y plasmadas en papel, sosiegan la angustia, detienen la congoja y se perciben como si tuvieran vida propia en este parto de montes.

Ya estando fuera, escritas las palabras -testimonio de mi alborotado interior- se estabiliza el alma.

Aquieto el ansia, se desvanece la penumbra que nada permitía vislumbrar.

Regresan mustios, casi taciturnos, los anhelos, pero por fin van llegando de nuevo.

Obsecuente, retorna a mí la coherencia, o así me lo parece después de la asonada de mis ideas y sentimientos.

Puedo de nuevo regresar a bregar en la cotidianidad.

Es mi dualidad, mi otredad.

En fin.