Saber cuando. 

Uno de los anhelos, que supongo -de menos alguna vez en la vida- tenemos casi todos, es: saber cuando.

En realidad cada que se tiene cierta circunstancia que nos es relevante se presenta tal disyuntiva: saber cuando.

Y es que, a guisa de ejemplo, basten unos cuantos: en una situación romántica, «atinarle» al momento idóneo; al momento de invertir en una inversión en un fondo de renta fija o variable; la adquisición de una casa -sobre la base que una persona común y corriente lo hace vía préstamo hipotecario- y otras tantas más que no es el caso ennumerar.  

Así, retomando la situación romántica -tal vez la más cotidiana- para dar aquel primer ansiado beso que sepa y suene a declaración contundente o si se prefiere -para aquellos que somos harto churriguerescos y le damos muchas vueltas, como perro antes de echarse, a los asuntos que nos son relevantes- primero expresarla verbalmente a la mujer que nos quita el sueño y el hambre, y luego sellar con esa apetencia, es en verdad toda toda una odisea ¿o no?
Toda aspiración (salvo la de pasar un examen, que se sabe perfecto cuando se debe preparar y en consecuencia estudiar -aunque la realidad invariablemente, como experiencia, demuestra en forma inveterada otra situación-), conlleva ese correcto «timing»  -anglicismo, que bien puede traducirse, aclaro, con una liberalidad exacerbada, como «tempística»- que es mezcla de un adecuado uso del ritmo, velocidad y pausas, con un buen aderezo de suerte -invocando a la diosa Fortuna- que en verdad es todo un arte pero totalmente aleatorio -de ahí tal invocación-

Y si uno lo hace correctamente, como hoja al viento, suele en la mayoría de los casos funcionar, de menos al principio; otra cosa es la continuidad en la cotidianidad que también requiere timing pero ahí con mucho de «echarle ganitas» (es decir, paciencia, tolerancia, bondad, buena memoria para el origen, como punto de partida y objetivo, pero de amnesia para todo lo que se deba olvidar y no guardar rencores innecesarios, en pocas palabras caridad o amor si se lo prefiere).

Pero si no, o uno confunde las señales o incluso es víctima de sus ilusiones o del abuso de la mujer anhelada, pues todo es un fiasco y ni modo a tragarse el orgullo por el «oso» («pancho») que se hizo, pero bueno, más allá de la abolladura en el orgullo, pues no queda más que restañar heridas y continuar andando -eso es a lo que ahora se denomina como resiliencia-

Y hablando de andar, a veces uno quisiera ser como perro atraillado (aquellos sabuesos de caza, de tan buen olfato con el que se guían y dirigen a los cazadores, pero que no se les suelta para que no se vayan y corran el peligro de perderse en la espesura del bosque para quedar a la deriva), precisamente para no extraviarse y que se le suelte la correa -saber cuando- por su entrenador para no regarla.

Pero la vida no es así. 

La vida es un riesgo y hay que vivirla tal cual.

El tósigo que causa el «saber cuando», creo que tiene su antídoto en nosotros mismos: en el cauterio de aventarse a hacerlo -lo que sea- «con una mano en el corazón y la otra en los huevos» (cito literalmente a «Chepo» -José Flores García- hermano marista que en el CUM fue mi maestro de Historia, y nos lo decía en forma reiterada en clase, donde hablaba de todo, menos de la materia-), claro que implica un poco de preparación y estrategia, auqnue esto no necesariamente traeiga aparejado el éxito en la correspondiente empresa, menos si ésta es la amatoria. 

Así que, como dice Odín Dupeyrón: ¡A vivir! con la continua disyuntiva del «saber cuando», en pocas palabras de la certeza.

Como se escribe en la Biblia Hebreos 11,1: «es la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve».

En fin,

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