Respecto a los dispendios y la presunción que se hace de los mismos, por parte de las clases adineradas en el poder, es un actuar oprobioso.
En la denominada clase alta, se mezclan y conjugan dinero, política, negocios con un cinismo e impunidad que lastiman a la sociedad.
¿Por qué se hace?
Porque se puede, sin importar que más da, ni el qué dirán -o quizás buscándola-
Los hechos en sí mismos, son deleznables, peor aún por lo grotezco de evidenciarse que ya ni siquiera avergüenza, por el contrario, hasta se presume o hay un total desinterés por ocultarlo y guardar las apariencias (que no es algo que lo haga más o menos ético, el solo acto per se, es reprobable).
Un toque adicional, que poco interesa -independientemente que el dinero sea bien habido, producto del trabajo- es menester ser prudente, cauto y sencillo; no jactarse de lo que se tenga para que los demás noten y envidien los haberes y adquisiciones, más cuando se está en un cargo público o se es familiar de algún político (cuyo patrimonio no coincide con sus ingresos obtenidos y declarados en su oficio), porque debiera existir -¡oh, ilusión!- una conciencia respecto de que la sociedad en su mayoría ve y no le es justificable de donde se obtuvieron los recursos de los que se hace ostentación, más allá de que se «justifiquen» en legalismos a modo para que no se inculpe o se exonere a los consentidos del sistema y solo se afecte a quien se convierta en apestado y paria del mismo.
Y aunque como dice la canción: «… Se me rompió el barzón y sigue la yunta andando…», no puede sustentarse la existencia y viabilidad de un sistema bajo la premisa que nada sucederá mientras se mantenga sojuzgada a la sociedad, se compren voluntades o se amenace y se cumpla.
En caso que la sociedad que está con tantas necesidades, fastidiada de tanta ignominia, se decida a cambiar, movida por un líder, de esos que surgen de vez en vez, no será algo positivo; lo malo es que quienes nos veremos afectados seremos la gran mayoría de los que padecemos lo que ahora sucede.
No es un futuro alagüeño.
Por ello, no se debe cejar en exigir cambios a quienes embriagados de poder, nos consideran a «los de abajo», es decir, a quienes no pertenecemos a su «selecto» estrato, como piezas intercambiables amodorradas en lo que suponen, si es que lo perciben, una zona en la que uno se acomoda a lo que piensen (es un decir) que se está acostumbrado.
Hay quienes estén interesados en desestabilizar a nuestro país, y los embelesados en su riqueza, preocupados por la frivolidad en que yacen placenteros, se esmeran en asusar esto mismo, o es que ni siquiera hacen nada. En ambos casos esto es una terrible situación.
Están incubando su perdición y nos arrastran lamentablemente.
Los bastiones que quedan, reductos de sobrevivencia son los que deben sostenerse para los que vengan después de nosotros, con la premisa de la educación para inocular contra el veneno de la crematística en su más perturbadora representación que es esa frivolidad que termina por vaciar de contenido a las personas y las convierte en perfectos zombies que existen inánimes.
En fin.