Estamos inmersos en tan variadas cuestiones, que pasamos por alto las cosas simples que se nos presentan a diario y que, aunque pequeñas o menores, nos debieran llenar de gusto y satisfacción.
Pero las desechamos.
Al no parecernos trascendente lo cotidiano, perdemos de vista la belleza que se da a diario, en tanto que, por estar en pos de las situaciones o cosas superiores que nos distingan de otros, y en esa espera, a través de un trabajo arduo y un empeño aún mayor, al no conseguirlo, vivimos con cierta frustración que se elimina cada que logramos eso que perseguimos, pero dura poco la alegría, al no haber satisfacción en esa espiral en la que se está inmerso, por una convicción que nos asimilamos como propia, pero que está imbuida por la presión social.
Y mientras tanto, la vida transcurre y no miramos -como si lo hacen los niños de tres, cuatro o quizás cinco años- la maravilla del día a día.
No se trata de despertar al amanecer, y con una fijación enajenante, buscar una belleza en el minimalismo, y de ahí hacer un continuo e imparable discurso que sea una loa a cada instante vivido, o quizás ¿debiera ser así?
Desconozco la respuesta y no es mi intención profundizar más en ese cuestionamiento.
Lo que quiero manifestar, es que si dentro de nuestro marisma de hacer y producir -como en las películas de Metrópolis y Tiempos Modernos- en el que estamos inmersos nos buscamos espacios propios para darnos tan solo un instante para de menos suspirar, sería momento más que suficiente para iniciar el breve ejercicio de tocar con el alma lo bonito que se halla en lo que ni nos fijamos.
Porque si no nos damos un tiempo para retomar lo que la mayoría perdimos hace ya tanto (en nuestra dura búsqueda por lograr lo que sea que pretendamos, lo cual no es malo per se), estamos en camino de perdernos nosotros mismos y es entonces, cuando estamos extraviados, que desafortunadamente nos asimos a vanos conceptos pretendiendo llenar huecos, sin que se pueda, y nos banalizamos difuminando