Cuando se es joven, y se está estudiando desde niño, llega a la universidad y es uno mezcla de adulto -aún en ciernes, pero con ínfulas, sin sustento, de experto en la vida- y chamaco crecido aún en desarrollo -aunque no se reconozca- y toma esa pauta, para prepararse, pero también para buscar algo más de libertad, sin saber, bien a bien como para qué.
Luego, después de algo que se hace a nuestro parecer eterno dura casi tanto como los seis años de primaria, la etapa académica, se pudiera denominar en bloque, más larga- por la pesada carga de estudio para pasar materias a través de exámenes, trabajos y presentaciones para, al final, acabarla -que a algunos les dura más de lo esperado- titularse para obtener un grado de licenciatura y con eso, se crea una sensación de mayor libertad.
Y se continua creciendo -o si se prefiere envejeciendo- a lo largo de la vida, trabajando como profesionista, adquiriendo experiencia y más conocimientos, aunque de otra forma, ya en la práctica.
Pero se extraña lo que se tuvo y paso de largo.
Quizás los románticos empedernidos como yo, nos da nostalgia y regresamos, en forma diferente, pero al fin retorno, a revivir esa experiencia universitaria, desde otro aspecto, con diferente óptica, como docentes temporales, teniendo una, dos, no más de tres asignaturas -porque hay que ganarse la vida con la actividad profesional en ámbitos económicos mejor remunerados- para asir un toque de tiempos ya idos que no volverán.
Es así como la libertad del universitario joven se transforma superlativa en lo libérrimo del docente ya con 28 años de pisar aulas, abrevando de esa energía, que (sin saberlo y a veces aún a pesar de casi vegetar en el salón), irradian los chamacos y chamacas, transmitiendo, emocionalmente, casi por ósmosis su juventud.
Es en verdad, un remanso de tranquilidad, un oasis, una recarga de energía entrar al salón, donde por más cansado y fastidiado que llegue, me recobro y relajo, dando rienda suelta (so pretexto del conocimiento y práctica adquiridos, que transmito para aportar algo de enseñanza), a una particular etapa que solo en el aula aparece diáfana, para crear una simbiosis que se genera derivada de los propios jóvenes, insisto aunque estén como plastas y pareciera que enfocando su esfuerzo en no poner atención.
Es todo un reto preparar la clase con el anhelo de conseguir que hasta los más apáticos participen, crear un vínculo de comunicación que permita el diálogo y en los momentos en que eso se logra ¡caray! es algo maravilloso, incluso sublime, entrelaza, va formando redes.
De ahí que la vida universitaria sea para mi, algo en verdad maravilloso, que compromete a cabalidad para intentar formar, no solo transmitir conocimientos, a personas que tendrán cargos y responsabilidades de relevancia para la sociedad, para el país.
Instruir es dar conocimiento, formar y forjar carácter, crear personas con principios, convicciones, gente de bien, aunque no siempre sea así, pero no por ello dejar de intentarlo, evolucionando y haciéndolo siempre diferente para encontrar la forma de hacer empatía y que se lleven los estudiantes algo más que un saber.
Es un gusto, es un deber, es una pasión, es un dar y recibir, la formación de generaciones, sin importar la materia que se imparta.
Después, simplemente verlos partir a hacer su vida, crecer ser ellas y ellos mismos, como me toco en su momento a mi.
Y el destino es tan curioso, que a veces nos volvemos a topar en diferentes circunstancias, las más de las veces con la sonrisa franca y un sentimiento sincero, aunque ya sean tantos y tantas, que la corta memoria me impida grabarme sus nombres.
Me apena no recordarlos, pero creo que saben que en el fondo, más allá de mi desatino al respecto, queda ese toque que como chispa alcanza para esbozar un gran sentimiento de aprecio de saberlos bien y haciendo sus vidas.
En fin.