Quizás el amor que más dura es el que no piensa en función de eternidades,
sino aquél que sencillamente se aplica día a día,
esforzándose de continuo,
pues sabe que el momento sublime,
cualquiera de ellos,
es tan efímero,
que se desvanece y pierde,
cuando termina el encuentro.
Consciente de ello, quien quiere ir perpetuando el amor,
para que sea duradero,
trabaja de continuo,
en el aquí y el ahora,
ocupándose, a cada instante,
sin preocuparse por el acaso incierto,
pues sería perder el tiempo.
Por eso, el amor que quiere ser eterno,
en el devenir del tiempo,
y trascenderlo,
tiene que ver solo el ahora,
y conjugarse,
exclusivamente en presente,
abiertamente hedonista,
egoísta,
pensando el uno en el otro,
procurándose siempre,
cerca,
lejos,
cada vez diciéndose:
“solo por el día de hoy”.
Pero en cada hoy, que exista el compromiso de entrega,
tan plena, como se pueda,
tan dulce, como se deba,
tan profunda, que hasta duela;
y así,
a paso de galera,
ir transcurriendo lo que velozmente se llama pasado,
e ir forjando tiempo amoroso,
que haga añorar,
y buscar el nuevo momento,
y conforme se genere espacio mutuo,
en ese valioso tiempo, de un tú y un yo,
formar la tan anhelada eternidad,
y la perpetuidad del sentimiento.