En esta temporada, final de año, en que se es proclive a meditaciones entre otros temas, en torno al inveterado tópico del tiempo, no soy inmune a ello y externo algo al respecto.
El tiempo, aunque un mero convencionalismo, es necesario considerarlo como referente y medición de lo que nos es cotidiano, por ende relevante para la subsistencia o para las más disímbolas actividades.
El tiempo, lo sabemos, no existe. Es una medida creada para orientarnos, al igual que el reloj -guardatiempos, en su forma más poética- o incluso aunque con otro fin, la brújula -instrumento para ubicarnos en un lugar y espacio-
Como otros tantos antes que yo, quisiera saber interpretarlo en sus signos, para escuchar atentamente sus menesteres, y aprender lo que silente conlleva.
Todo para saberme completamente afín al presente, que invariablemente se escapa de las manos y se transforma en menos de lo que se vive en irremediable pasado y un futuro siempre en fuga y sujeto, aunque programemos todo para orientarlo, al inevitable azar manejado por la diosa Fortuna.
Comprenderlo todo, que a veces es tanto que cuando se ha ido apenas se dimensiona o comprende y cuando se pretende asir, en el transcurso de lo que pasa, se va.
Días y noches; anhelo de configurar su movimiento, sin agotarlo, siempre perenne.
Quiero asimilar cada instante, para que sea un continuo presente que nunca se abata y buscar sublimar en ese entorno, el cuerpo y alma.
Pero ello es un mero afán tan fugaz como el mismo tiempo, un sueño que solo es dable al Creador, y mejor que así sea, porque de otra forma quizá no habría ser humano que soportara, coherente, el manejo de este poder que tal vez destruiría a quien lo poseyera, como el propio Cronos derrotado por sus hijos.
Una breve idea al vuelo, que se escapó, como un suspiro, en un instante de locura…