Leí un libro que se llama: «La opacidad del derecho«, de Carlos María Cárcova y contiene pasajes que enriquecen, en verdad son reflexiones interesantes, en esta nuestra actual cotidianidad.
Señala el autor (citaré directamente de su texto algunos párrafos, y en caso de alguna anotación que haga, lo precisaré, diferenciando del contenido en comento):
En la producción de su vida social los hombres realizan cotidianamente una enorme cantidad de actos con sentido y efectos jurídicos, buena parte de los cuales -sin duda la mayoría de ellos- no son percibidos como tales. Esto es, dichos actos no son comprendidos en sus alcances como tales.
Son actos a través de los cuales se modifican los patrimonios, se alteran relaciones familiares, se adquieren o se pierden derechos materiales o inmateriales, se contraen obligaciones, etc… Los ejemplos pueden tornarse cada vez más complejos desde comprar cigarrillos, viajar en autobús, , dar vueltas en un tiovivo, no pagar el servicio de luz, llegar tarde a una audiencia, un divorcio, ejercicio del sufragio, control de actos de gobierno, el derecho a reclamar las garantías constitucionales, etc…,se abrirá una brecha profunda entre la organización y funcionamiento institucionales y la efectiva comprensión que los individuos poseen de esa organización y de tal funcionamiento, que en tan gran medida los influye y determina.
Existe, pues, una opacidad de lo jurídico. El derecho que actúa como una lógica de la vida social, como un libreto, como una partitura, paradójicamente, no es conocido o no es comprendido por los actores en escena. Ellos cumplen ciertos rituales, imitan algunas conductas, reproducen ciertos gestos, con escasa o nula percepción de sus significados y alcances.
Los hombres son aprehendidos por el derecho desde antes de nacer, y por intermedio del derecho, sus voluntades adquieren ultraactividad, produciendo consecuencias aun después de la muerte.
Tal efecto de desconocimiento varía por cierto de país en país y de individuo en individuo, según sea el grado de desarrollo social, cultural, político o económico de los primeros y el lugar que los segundos ocupen en la estructura social. Pero el desconocimiento subsiste y que el mensaje del orden jurídico estatal no llega -materialmente- a la periferia de la estructura social y por consecuencia hay grandes contingentes sociales que padecen una situación de postergación, de pobreza, de atraso que produce marginalidad y anomia.
En el otro extremo de la realidad, esa fuente del desconocimiento resultaría de la complejidad de los procesos simbólicos que operan en las sociedades altamente desarrolladas y, consiguientemente, con un nivel también alto de integración. En efecto, la interacción de los hombres es allí, cada día, más sofisticada…así como con frecuencia ellos ignoran el contenido y la modalidad de los fenómenos científicos y tecnológicos que son el sustento de los instrumentos que manipulan, muchas veces ignoran o no perciben las razones que otorgan sentido a las prácticas sociales que los involucran y en cuyo interior desempeñan una multiplicidad de roles.
He aquí planteado, sumaria y esquemáticamente, un problema crucial, tanto desde el punto de vista práctico como desde el punto de vista teórico. Desde las cuestiones vinculadas tanto con el funcionamiento empírico de la legalidad como con los criterios de legitimidad, lógica interna y reflexión científica que la acompañan.
Sin embargo, no es frecuente que juristas dogmáticos o teóricos le presten especial atención. Por el contrario, el derecho de las sociedades modernas se presume conocido por todos. Son inexcusables el error o la ignorancia. Los hombres son libres e iguales ante la ley y, subsiguientemente, están parejamente capacitados para la celebración de cualquier acto jurídico.
Todos comprendemos, aun los juristas, que estos presupuestos -esenciales para la vida del derecho- no constituyen, sino un conjunto de ficciones.
Como lo señala Karl Popper, el conocimiento no comienza con percepciones, observaciones o confirmaciones, sino con anomalías y problemas.
El problema, consiste en que los hombres, sujetos del derecho, que deben adecuar sus conductas a la ley, desconocen la ley o no la comprenden…hay una ignorantia iuris, pero no es desde esa perspectiva de donde se reflexiona por el autor, e indica que se trata de un cribado más fino, el de la opacidad.
Precisa Cárcova que es obvio que en un sistema de derecho como el inaugurado por la modernidad, basado en la universalidad, generalidad y abstracción de las leyes, no podría funcionar sin apelar al viejo adagio romano nemini licet ignorare ius pero no es menos obvio que tal presupuesto ha implicado siempre enormes injusticias que la condición postmoderna ha venida a profundizar, Al ideal iluminista de la generalización y uniformización del mundo de la vida, le ha correspondido en la modernidad tardía el fenómeno de la globalización y de sus consecuencias económicas, políticas y sociales. Pero como es sabido, la globalización ha resultado paradójica, porque nos ha traído en sus ijares, junto con su pulsión universalizante, la fragmentación social, el particularismo, la desintegración, la segmentación, fenómenos todos que rearticulan, diversificada y complejizada, la interacción social, en una dimensión que ha permitido a algunos estudiosos de la cultura contemporánea caracterizarla como un proceso progresivo de neotribalización.
De ahí, el Profesor Cárcova, narra una historia acerca de la ignorantia iuris cuya crítica es de antigua data. Hace ya muchos siglos los juristas discutían acerca de si la ley debía ser siempre escrita a fin de facilitar su conocimiento, como proponía el puntilloso Torquemada, para quien la escritura era la esencia misma de la ley; o si como pensaban otros entre ellos Francisco Suárez, que podía promulgarse también de palabra, mediante la acción del pregonero, sosteniendo que era igualmente posible que se arraigara de ese modo en la memoria de los ciudadanos y se conservase por la tradición, sin por ello confundirse con la costumbre. También discutían sobre la lengua en que debía establecerse, si en latín o en lenguas romances, sin embargo esa cuestión era del todo indiferente, ante la situación de un pueblo ignorante y cita una ora denominada La ignorancia del derecho del jurista aragonés Costa, el cual precisa:
“…el pueblo ignora y tiene que ignorar las leyes castellanas o las catalanas lo mismo que las latinas, fuera de aquello que vive en las prácticas de las familias, de las localidades o de las regiones. En eso estiba verdaderamente la cuestión: en que aún redactadas las leyes en la lengua nativa del pueblo, el pueblo no puede aprenderlas y ni siquiera leerlas, y ni aún enterarse de su existencia, cuanto menos dominarlas, concordarlas y retenerlas en la memoria. Añádase que, aun cuando tuviera noticia de su existencia y tiempo y gusto para leerlas, no las entendería, porque su léxico es seis u ocho veces más rico que el del sermo plebeius, formando por esto solo -aun omitidas otras circunstancias, tales como las del tecnicismo- como un habla diferente. En suma de todo, para la gran masa de los castellanos, asturianos…, escribir las leyes en castellano vale tanto como escribirlas en griego, en chino o en latín. Hace más de diez y ocho siglos que los hombres vienen lanzando su anatema sobre aquel execrable emperador romano que, habiendo exigido obediencia a ciertos decretos fiscales promulgados en secreto, como se quejaran y protestaran de ellos los ciudadanos, burló indirectamente el requisito de la publicidad, haciendo grabar lo decretado en caracteres muy diminutos y fijarlo a gran altura sobre el suelo, para que no pudieran enterarse y fueran muchos, por tanto, los transgresores y muchas las multas que imponer. Y somos tan ciegos, que todavía no hemos caído en la cuenta de que Calígula no es simplemente una individualidad desequilibrada que pasa por el escenario del mundo en una hora; que es toda una humanidad, que son sesenta generaciones de legistas renovando y multiplicando sus tablas y preceptos, hasta formar pirámides egipcias de cuya existencia no han de llegar a enterarse, cuanto menos de su texto, los pueblos a quienes van dirigidas por el Poder. ¡Con cuánta verdad nuestro Juan Luis Vives veía en ellas, más que normas de justicia para vivir según la ley de la razón, emboscadas y lazos armados a la ignorancia del pueblo!”
Lo citado entre comillas es una referencia a un Profesor Costa, que relata las preocupaciones de un catedrático de su época, Augusto Comas, en relación con la forma en que las leyes eran presentadas al conocimiento de los súbditos, mediante una sistematización y procedimiento que, siendo propio de los códigos, aparecía al sentido común como arbitrario e inorgánico, de suerte que las interpretaciones de abogados y legistas, entrenados en el manejo de aquéllos, serían fatalmente distintas de las que pudieran realizar las personas comunes. Por tanto, proponía Comas, que el legislador explicara en un texto ad hoc que acompañase a la ley, el propósito que lo animaba y el sentido y finalidad de la regla -como lo reclamaba Bentham-. Esta preocupación tampoco escapaba a la reflexión de los juristas por el problema de la profusión de leyes y las complicaciones de la <> (y esto se experimentaba a fines del siglo XIX), quienes en una solución precaria desde muy antiguo proponían flexibilizar la máxima nemo ius ignorare censetur tanto como el de otra que es su lógica consecuencia, la del error iuris nocet. El propio Savigny, que sostenía la idea romana de que quien ignora el derecho es culpable por su gran negligencia, aconsejaba para su época tratar la cuestión menos rigurosamente y la posibilidad de admitir el error de derecho, en virtud de que el presunto conocimiento de la ley por el hecho de su publicación no era más que una quimera y de que la legislación es tan vasta y compleja que ni aun los expertos pueden conocerla de manera integral, contra lo cual autores contemporáneos aducen que la ley se debe aplicar se conozca o no, sin excusa (NOTA: salvo excepción como la que en el caso de México establece el Código Civil Federal).
Para Cárcova, el principio de que la ley debe ser aplicada porque es obligatoria, con independencia de su conocimiento (lo cual es prácticamente aceptado en forma universal, porque se entiende que de otra manera se haría inviable la existencia de cualquier orden), parece vinculado al modelo de Estado autocrático e el que la legitimidad de los mandatos remite exclusivamente a su origen y no a sus formas o sus efectos, tampoco a sus procedimientos o a los contenidos que transmiten y en esta función dogmática de la ley que se introdujo en el derecho de la modernidad burguesa -Estado de Derecho- por medio de la positivación, que, citando a Max Weber describe como el desarrollo general del derecho articulado en <> que lleva de la revelación carismática por profetas jurídicos a la creación y aplicación empírica por funcionarios jurídicos honorarios para luego seguir con el otorgamiento de derechoa través de órganos con imperium profano o con poderes teocráticos, para finalmente llegar a la promulgación sistemática del derecho y a su aplicación a través de profesionales especializados con formación académica literaria y lógico formal y por ende las características formales del derecho se desarrollan a partir de una combinación de un formalismo mágicamente condicionado y de una irracionalidad condicionada por la revelación propia de los procedimientos primitivos, pasando eventualmente por el camino más largo de una racionalidad teleológica informal y materialmente condicionada de tipo teocrático o patrimonial hasta una sistemática predominantemente técnico-jurídica con una racionalidad lógica, característica formal del derecho que así alcanza un creciente refinamiento lógico y un rigor deductivo tanto en el derecho objetivo mismo, como en la progresiva técnica racional de los procedimientos.
Pero como el Profesor Cárcova lo establece, uno es el principio de la ignorantia iuris, mismo que expresa no pretende justificar ni condenar, y otra cuestión diferente que debe diferenciarse conceptualmente es el fenómeno de la opacidad.
El desconocimiento del derecho que afecta a la sociedad en su conjunto, tiene efectos tanto más deletéreos cuanto mayor sea el grado de vulnerabilidad social, cultural, laboral, etc., del grupo que lo padece y concluye que cuanto más abstracto y formalizado resulte el fenómeno, más sencillo será conformarse con el argumento de su inevitabilidad, pero que sin embargo, será necesario recordar que lo que no se siembra en monea de equidad, social y políticamente hablando, se recoge en moneda de rebelión y violencia.
Hasta aquí una probada del libro.
Ahora bien, si se enlaza el texto pretranscrito parcialmente, a la actualidad y en la materia tributaria, a colación con la cita previa de Costa, y recordando que hace más de tres años -10 de junio de 2011- se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma que tiene que ver con los derechos humanos.
Se modificó el Capítulo I, del Título Primero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para quedar como: “De los Derechos Humanos y sus Garantías”, reforma, es un renovar en México, al más alto rango legal (nuestra Constitución Política) varios tópicos, de entre los que no puede soslayarse el tributario, desde el punto de vista de los derechos humanos, lo cual es algo ya reconocido internacionalmente.
Es menester considerar, que si bien varios de los derechos fundamentales consagrados en la Ley Suprema, contemplan de tiempo atrás los derechos humanos y particularmente las garantías que respecto de estos tenemos todos los contribuyentes en torno a las imposiciones fiscales y frente a la actuación de las autoridades, considero que en el ámbito tributario, a fuerza de incrementar los recursos para hacer frente al presupuesto gubernamental (como primicia casi única de la avidez de recursos económicos de las administraciones tanto federal como local), han de cierto modo limitado o de menos pretendido reducir la aplicación de esas garantías (derechos fundamentales o derechos humanos) en el aspecto impositivo, con interpretaciones de justificación económica disfrazadas con artilugios, de una juridicidad -apartando lo jurídico en las decisiones judiciales, lo cual es una paradoja, porque las interpretaciones de un juez, que prescinden de lo legal, dejan de serlo y ponen en peligro su propia existencia- sustentada en una artificial desavenencia entre lo necesariamente social frente a lo exclusivamente particular, por ende, resultando en el predominio del aspecto impositivo a toda costa, en aras de la pretendida subsistencia del gobierno, que no necesariamente del país.
Haciendo un paréntesis (que quien esto escribe considera importante), que tiene necesaria relación con el tema que ahora se aborda, aunque no usó expresamente el concepto de “garantía”, es lo relativo, en materia tributaria y los limites de exigibilidad de parte de la autoridad, que expuso José María Morelos y Pavón en los “Sentimientos de la Nación” o 23 puntos dados por Morelos para la Constitución, el 14 de septiembre de 1813 cuando se inauguró el Congreso de Chilpancingo, y donde en el numeral 22, mencionó:
“Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que más agobian, y se señale a cada individuo un cinco por ciento en sus ganancias, u otra carga igual ligera, que no oprima tanto, como la alcabala, el estanco, el tributo y otros, pues con esta corta contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados.”
Como se observa, ya después de iniciado el movimiento independentista y aún antes de consumarse, se tenía clara idea entre sus dirigentes de la gestante nación (a la cual para ese entonces le faltarían todavía varios años para nacer), de la necesidad de limitar la actuación de la administración pública frente a los gobernados, entre otros aspectos torales, en lo tributario.
Ahora bien, el término “garantía” fue usado por primera vez en los textos constitucionales de México, con referencia a los derechos humanos, en el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, del 18 de diciembre de 1822, en los artículos 9 y 10, los cuales establecían:
“Artículo 9. El gobierno mexicano tiene por objeto la conservación de la tranquilidad y prosperidad del Estado y sus individuos, garantizando los derechos de libertad, propiedad, seguridad e igualdad legal, y exigiendo el cumplimiento de los deberes recíprocos”.
“Artículo 10. La casa de todo ciudadano, es un asilo inviolable. No podrá ser allanada sin consentimiento del dueño, ó de la persona que en el momento haga las veces de tal […] Esto se entiende en los casos comunes; pero en los delitos de lesa- majestad divina y humana, ó contra las garantías […]”.
Por otra parte, en las Bases de Organización Política de la República Mexicana, publicadas por Santa Anna, desaparece el término “garantías individuales”, que de nuevo encontraremos en el artículo 5 del Acta Constitutiva y de Reformas de 1847:
«Artículo 5. Para asegurar los derechos del hombre que la Constitución reconoce, una ley fijará las garantías de libertad, seguridad, propiedad e igualdad de que gozan todos los habitantes de la República, y establecerá los medios de defensa para hacerlas efectivas”.
En la Constitución de 1857 no se consignó el término “garantías”, sino que denominó a la Sección I, del Título I, “De los Derechos del Hombre”, reconociendo per se la doctrina iusnaturalista en que se fundamento, estableciendo en su artículo 1º, a las garantías como el medio de tutela de los derechos consignando que: “(…) todas las leyes y todas las autoridades del país, deben respetar y sostener las garantías que otorga la presente Constitución”
En este sentido, toda vez que las garantías individuales se encuentran sujetas al régimen de derecho positivo, las mismas se pueden limitar, toda vez que la Constitución establece supuestos en los que pueden restringirse y faculta a las autoridades para que en ciertas condiciones y bajo determinadas circunstancias las puedan afectar o suspender, a diferencia de los derechos humanos, los cuales, no son susceptibles de ser limitados o suspendidos en forma alguna, sin que sea óbice el que no se encuentre vigente la norma que lo tutela.
Luego entonces cobra relevancia el principio pro homine, más aún si lo vemos desde el enfoque del fenómeno de la opacidad a que se refiere Cárcova: Ese principio, es un axioma cuyo criterio hermenéutico coincide con el rasgo fundamental de los derechos humanos, por virtud del cual debe estarse siempre a favor del hombre e implica que debe acudirse a la norma más amplia o a la interpretación extensiva cuando se trata de derechos protegidos y, por el contrario, a la norma o a la interpretación más restringida, cuando se trata de establecer límites a su ejercicio.
Concomitantemente, es menester recordar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, también conocida como “Pacto de San José”, que fue adoptada por el Estado mexicano en la ciudad de San José de Costa Rica, el 22 de noviembre de 1969, aunque fue publicada hasta casi 12 años después, la cual salvaguarda, además de otros, los derechos humanos.
En este sentido, si bien la Convención Americana sobre Derechos Humanos es un instrumento internacional vinculante para México desde su suscripción, fue hasta la referida reforma constitucional publicada en el DOF el 10 de junio de 2011, que el Estado mexicano, por fin, dio cumplimiento de sus obligaciones internacionales contraídas en el marco del Pacto de San José, al reconocer en el artículo 1 de nuestra Carta Magna los Derechos Humanos que gozarán todas las personas (sean o no nacionales, por el solo hecho de encontrarse en territorio nacional).
Asimismo, establece expresamente el principio pro homine, señalando que las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con la Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas brindándoles la protección más amplia.
Por lo anterior, como consecuencia de la reforma constitucional de 10 de junio de 2011, los principios constitucionales de las contribuciones fueron reconocidos como derechos humanos, por lo que para su aplicación y garantía, el intérprete -es decir, el operador jurídico- de la norma debe favorecer en todo tiempo la protección más amplia a las personas de conformidad con el principio pro homine.
Así las cosas, las autoridades del Estado Mexicano de cualquier índole se encuentran obligadas a respetar dicho principio conforme al artículo 29 del Pacto de San José, que establece las normas de interpretación de la de la Convención señalando que no podrá permitirse a los Estados parte de la misma, limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad reconocido de acuerdo con las leyes de cada Estado o de acuerdo con otra convención en que sean parte dichos Estados.
Luego entonces, mediante el reconocimiento de los derechos humanos en concordancia con la Convención Americana sobre Derechos Humanos, todo análisis de los ahora derechos tributarios contenidos en el artículo 31, fracción IV, constitucional, deberá estar siempre a favor del contribuyente, acudiendo a la norma más amplia o a la interpretación extensiva cuando para proteger estos derechos se refiera y, por el contrario, a la norma o a la interpretación más restringida, cuando se trate de establecer límites a su ejercicio.
Ahora bien, la protección de los derechos tributarios en México, aunque reconocida anteriormente en diversos ordenamientos fiscales (de carácter federal), recién ha tomado más relevancia en nuestro país, desde dos posiciones importantes a saber: la legislativa, la administrativa y la judicial.
Por lo que toca al ámbito legislativo (adicional a la reforma constitucional de referencia), se empieza a dar, aunque con tropiezos y mustia, esta protección mediante la Ley Federal de los Derechos del Contribuyente, donde se recopiló, así como se agregaron diversos derechos adjetivos a los contribuyentes -sin desconocer que todavía predomina la recaudación opresiva-.
Adicionalmente, a la Ley citada, en la parte administrativa, se creó un nuevo órgano de protección al contribuyente a través de la Ley Orgánica de la Procuraduría de Defensa del Contribuyente -PRODECON- cuyo origen radica en el artículo 18-B del Código Fiscal de la Federación y cuya primer titular es la licenciada Diana Bernal Ladrón de Guevara, quien se convierte así en la primera ombudsman de los contribuyentes a efecto de garantizarles el derecho a recibir asesoría, representación, defensoría de oficio ante el Servicio de Administración Tributaria, así como en el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa y Tribunales del Poder Judicial, recepción de quejas, así como emisión de recomendaciones.
En este mismo derrotero, la referida reforma constitucional del 10 de junio de 2011, mediante la que se da pleno reconocimiento de los derechos inherentes al ser humano, cobra realce (e incluso me atrevo a señalar que hasta sentido), al dar relevancia inherente al reconocimiento de los derechos tributarios, en semejante categoría que al resto de los derechos fundamentales, por lo que sus intérpretes (el operador jurídico ya sea tanto particular, legislador, órgano ejecutor, impartidor de justicia y ahora también el ombudsman fiscal), deberán procurar en forma importante y en todo momento su protección, así como velar por su ejercicio y respeto efectivo, equilibrado esto con el aspecto recaudatorio necesario para la sobrevivencia de la sociedad.
Por lo que toca al ámbito judicial, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ya ha definido su posición, a través de precedentes como los que a continuación se transcriben, los cuales por sí mismos se explican, y aunque no están específicamente enfocados a la materia tributaria, temáticamente la abarcan al fijar criterio respecto del tema de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el control de convencionalidad ex officio en un modelo de control difuso de constitucionalidad, aunque también no se deja de observar que hay un gran peso económico en pro del Fisco.
Cada uno de los citados operadores jurídicos, en el ámbito legislativo, administrativo, judicial y también por parte de quienes defiendan causas de personas afectadas por las autoridades -específicamente las tributarias, que son el tema específico ahora tratado- habrán de trabajar para la protección de los derechos humanos contenidos en el artículo 31, fracción IV Constitucional, los cuales constituyen derechos fundamentales inherentes al ser humano, por los que siempre deberá velarse, para que se armonicen estos derechos de los contribuyentes (acordes tanto al texto constitucional, así como a los tratados internacionales que se han suscrito), con la necesidad del Estado de allegarse recursos para afrontar el gasto público establecido en un presupuesto a fin de cumplir con el bien común público temporal de la gente, en tanto que entes sociales, que a fin de cuentas -a riesgo de parecer cacofónico y decir una verdad de Perogrullo- es su fin último.
Cabe recordar, en este punto, en conección con el libro del Profesor Cárcova, motivo de este escrito, y para redondear lo hasta aquí expuesto, a dos autores mexicanos que han tratado de una u otra forma este tema.
Me refiero a Emilio Margáin Manautou y a Eduardo A. Johnson Okhuysen -desafortunadamente ya finado- cada uno de los cuales al analizar el tópico de la justicia tributaria de tiempo atrás han observado la necesaria relación de tributación con el respeto requerido a quien es el sujeto pasivo, generador y “sostenedor” de los recursos para hacer frente al gasto público, y ambos han sido, en opinión de este autor, asertivos en su vocación no de protección al contribuyente, sino de la sociedad misma y a fin de cuentas del propio Estado.
Emilio Margáin Manautou se hace un cuestionamiento retórico (con su lógica respuesta), que considero toral:
“¿Cuál es la reacción del contribuyente que observa mal comportamiento en el personal hacendario, sea por su trato, sea porque extorsione, sea porque aconseja no pagar conforme a la Ley, sea porque le impide cumplir con sus obligaciones fiscales, sea por arbitrariedad en la interpretación y aplicación de la Ley?
La respuesta es: la evasión.”
Por su parte, Eduardo A. Johnson Okhuysen en forma contundente afirma que:
“la relación autoridad y contribuyente debe ser vista dentro del plano del respeto al derecho y a la justicia social, el contribuyente no puede simplemente evadir una obligación fiscal sin esperar ser sancionado por el Estado, sin ver repercusiones en la economía nacional, asimismo, el Estado no puede exprimir al contribuyente, encarcelarlo, sin esperar una reacción negativa por parte de éste.”
Al tratar el equilibrio que debe haber entre el Estado y los contribuyentes que tienen, lo quieran o no reconocer, una necesaria e inalienable relación simbiótica, Johnson analiza el excesivo poder tributario y las pocas defensas del contribuyente, lo que puede ocasionar reacciones negativas e incluso devenir en una rebelión, lo que actualiza puntualmente las palabras previamente transcritas párrafos atrás, del Profesor Cárcova en su libro La opacidad del derecho: «será necesario recordar que lo que no se siembra en monea de equidad, social y políticamente hablando, se recoge en moneda de rebelión y violencia».
Esta afirmación no es gratuita, ya que el propio Johnson acudió a Crane Brinton, a través de Ernesto Flores Zavala quien, a su vez, es citado por el Ministro Manuel Yáñez Ruíz, en un memorándum de octubre de 1970 (pp 780 y 781), para textualmente mencionar, lo siguiente:
“Crane Brinton, en su libro “Anatomía de la Revolución”, analizando los caracteres comunes de las revoluciones triunfantes de los estados modernos: la revolución inglesa de 1640; la revolución norteamericana; la gran revolución francesa y la reciente revolución rusa, menciona el de las dificultades financieras, y dice: los dos primeros Estuardos estuvieron en prefecto conflicto con sus Parlamentos, por la cuestión de los impuestos, y los años anteriores a 1640 están llenos de quejas acerca de impuestos sobre barcos, ganancias, derechos de tonelaje y otros términos que ahora nos son extraños, agrega: todos los historiadores de hoy pueden rechazar la frase: ningún impuesto sin representación, como explicación idónea de los comienzos de la revolución americana; pero lo cierto es que en 1770, fue una consigna capaz de inducir a nuestros padres a la acción. La reunión de los estados generales franceses, cuya convocatoria en 1789 precipitó la revolución, fue inevitable por la mala situación financiera del gobierno. En Rusia en 1917, el colapso financiero no se notó tanto, quizá porque el régimen zarista había producido una especie de colapso general en todos los campos de la actividad gubernamental, desde la guerra hasta la administración de aldeas; pero tres años de guerra pusieron a tal prueba la economía rusa, que, incluso con la ayuda de los aliados, la elevación de los precios y la escasez eran en 1917 los factores más evidentes en la atención general. Agrega más adelante, dos factores parecen saltar a la vista en estos motivos de descontento económico: el primero y menos importante, es la miseria de sus grupos en una sociedad determinada. Cita a Trotsky, que dice: en realidad, la mera existencia de privaciones no es causa suficiente para una insurrección; si lo fuera, las masas estarían siempre sublevadas. Es de mucha mayor importancia el que entre un grupo o grupos exista el sentimiento de que las condiciones que prevalecen, limitan o entorpecen su actividad económica. El profesor Merryman, en un estudio de seis revoluciones del siglo XVIII en Inglaterra, Francia, los Países Bajos, Portugal y Nápoles, descubre que todas tuvieron un origen financiero común: todas empezaron como protestas contra los impuestos. Si pues, una política impositiva equivocada, injusta, puede llevar al extremo de generar una revolución, el Poder Legislativo debe ser cuidadoso de las medidas que dicta en esta materia, para no herir el concepto social de equidad, de justicia en la tributación, pero aun cuando podría invocarse esta causa como motivo para la intervención del Poder Judicial Federal como una válvula legal de escape contra la inconformidad causada por ciertos impuestos, creemos que sería coartar la libertad de acción del Estado, que en muchas ocasiones, como hemos dicho, basa su sistema impositivo en situaciones económicas presentes o futuras que normalmente escapan a la posibilidad de encerrarlos dentro del rigorismo de los procedimientos judiciales para sujetarlas a una decisión de los tribunales. Por otra parte, ha sido conquista del pueblo el derecho a que los impuestos se establezcan por medio del Poder Legislativo, arrebatando al Ejecutivo el privilegio de señalarlos; este fue el origen de la Carta Magna impuesta a Juan sin Tierra en 1214, y de todas las restricciones que en la historia parlamentaria de Inglaterra se han impuesto al soberano en materia financiera”.
La constante, a lo largo de los siglos, con ejemplificaciones diversas es más que evidente.
De la inconformidad a la molestia pasando por la desobediencia civil y de ahí a la revolución, desafortunadamente tan actual en varios países tan diferentes en cultura, educación, idiosincrasia, niveles de desarrollo, etc., no media gran diferencia, y esto, en el ánimo de quienes valorando su situación individual, ponderan y prefieren acceder a manifestar públicamente su descontento legítimo, ya no único, ni aislado, sino identificado con el de sus congéneres, debe ser referente para las autoridades (administrativas, legislativas y judiciales tanto federales, como estatales) de que hay que cambiar varios de los paradigmas sociales (pasando por lo político, lo económico, lo tributario) y retomando al ser humano como origen y beneficio de las leyes, políticas y decisiones de sus resoluciones.
Hoy en día el descontento social es un fenómeno multifactorial que conlleva un aparente y llamativo carácter de vocación universal, al que no se debe abonar además (como si fueran situaciones diferentes, sin conexión), una carga impositiva que agobie y sea impulso detonador con efectos expansivos, sino, baste con mirar hacia Marruecos, Egipto, Libia y Yémen, ya derrocaron a los gobiernos. En Siria, Inglaterra, España (donde inició el movimiento de “los indignados”, cuyo nombre a sido adoptado en las distintas partes del orbe), Francia, Australia, Chile y Estados Unidos de América, por mencionar algunos, tienen el común denominador del descontento social que, aunque con factores diferentes, con el común denominador que se vierten a las calles sin temor a represalias gubernamentales , e incluso a la muerte -como en los cuatro países primeramente señalados y en el quinto, sufriendo aun brutales masacres-. México, desafortunadamente, no es la excepción y aunado al clima de violencia generalizado, con varios miles de muertos, producto de la delincuencia no contenida y la “guerra” del gobierno anterior contra de ella, y la imposibilidad de contención de su efervescencia por el actual -con reciente colofón los normalistas de Ayotzinapa en Guerrero- tiene incipientes visos de “indignados”, aún acotados por falta de un líder que los encauce en su descontento también multifactorial.
Bibliografía
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Páginas de internet:
www.juridicas.unam.mx/infjur/leg/jrs/
www.oas.org/juridico/spanish/tratados/b-32.html